Relato XXII: Solo deseo hablar contigo


 

Cada viernes por la tarde, día cuando solía estar ausente clientela alguna en el burdel de la Madame Flor. Las meretrices aprovecharon el tiempo muerto para intercambiar experiencias sobre su oficio de acompañantes.

-Hace años -comenzó Giselle- conocí a un anciano que podía rondar los setenta años.
Recuerdo que siempre me elegía a mi entre las demás. Al llegar al spa donde yo trabajaba, no pedía a otra chica diferente.

-Eso es poco creíble -dijo Penélope-. No eres nada atractiva o interesante. De hecho, entre nosotras eres la que menos clientes levanta.

-¡ CÁLLATE ZORRA! -intervino Geraldine-. Déjala continuar con su relato. Además si de belleza o atractivo se refiere, tú estás muy lejos de ello.

-¿Qué dijiste, maldita? -Exclamó Penélope-.

-¡CALLENSE CARAJO! -Gritó desde el fondo del burdel la Madame Flor.
Permitan continuar a Giselle, y a la próxima que interrumpa le quitó dos días de descanso.

-Era un señor que irradiaba tranquilidad y ternura -Retomó su relato Giselle.
Yo nunca tuve abuelos, entonces fue inevitable que no se despertaran estas sensaciones en mi.

Todas las mujeres presentes se quedaron contemplando como de los ojos de aquélla que relataba, afloraban lágrimas a borbotones.
Preguntándose, qué habrá sucedido entre ella y ese vejestorio?

Giselle, tras una prolongada pausa, tomó aliento, exhaló el aire y con la voz aún entrecortada, prosiguió su anécdota.

-Recuerdo la primera vez estando ya solos en la habitación, me extrañó regresar a la recámara y hallarlo aún vestido con todo aquél traje que me recordaba a Carlos Gardel.
¿sucede algo señor? Le pregunté, y él con esa sonrisa tan encantadora me respondió llanamente "hablemos, pagué dos horas".

Las mujeres que antes se mantenían a distancia de Giselle, ahora la rodeaban como en una especie de mesa redonda clandestina. Todas absortas en su relato que entre mas avanzaba, mayor misterio despertaba.

-¿Cómo un hombre paga por dos horas para solo conversar? No tiene sentido. -mencionó Penélope.

-Eso mismo pensé yo en su momento -prosiguió Giselle; no obstante, de haber estado en mi lugar, hubieses descubierto a todo un ejemplo de hombre.
Caballeroso, cordial, atento y desprendido.

-¿Atento? -preguntó la madame Flor.

-Él como modo de compensación, aparte de haberle pagado siempre el tiempo conmigo; también me entregaba dinero, en modo de obsequio, por las horas que pasaba escuchandolo.

-Eso si es muy extraño.
Si ya había pagado su tiempo contigo, mas allá que no te tocará un solo cabello, por qué aparte sacaba dinero extra para ti?

Todas las mujeres se quedaron mirando entre sí, sumamente intrigadas.

-Aguarden, ya falta poco para terminar. -Suplicó Giselle.

-Si, adelante, amiga. -Exclamaron en coro las mujeres.

-Yo al inicio quedaba extrañada por este comportamiento, pero llegados a un punto no le seguí dando importancia; en el que fue nuestro último encuentro -Giselle suspiró hondamente-.
Ocurrió algo que sería la única novedad en todos nuestros encuentros.
Me pidió, algo ruborizado de vergüenza, si podía desnudarme y acostarme en la cama para que el pudiera admirarme.

-¡Aja, lo sabía! Al final todos son iguales, primates morbosos. -Profirió Geraldine.

-No, te equivocas, Gera.
En realidad solo quería admirarme. Te lo juro por mi madre que es el ser que mas amo en la vida.

Una vez despojada de mis vestimentas, desnuda sobre el lecho del cuarto. Aún sorprendida por esta inesperada petición de su parte. Él solo se quedó contemplandome sin despegar un minuto la vista de mi.
Así estuvo durante las dos horas que había cancelado ese día. Absorto, sin pestañear una sola vez. Mirándome con esos ojos que en ningún momento cambiaron a picardía, morbo, recelo, ansias o deseo. Solo unos ojos que transmitían una paz y armonía únicas.

Entonces, el ruido de tres golpes en la madera interrumpieron la entrevista. Llamaban a la puerta avisando que el tiempo había concluido.
Yo me levanté de la cama, me coloqué la bata y le hablé al señor para que hiciera el favor de retirarse. Pero este mantenía su posición innamovible y vigilante.

Me acerqué a él para corroborar que no se hubiera dormido, porque en el momento había recordado que en la secundaria, un amigo nos comentó una vez, que un tío suyo solía dormirse con los ojos abiertos; sin embargo, al estar junto al señor, frente suyo, acercandome para escuchar su respiración. Sentí como si perdiera el equilibrio, perdí la estabilidad y me desplomé al suelo mientras un grito estridente emanaba de mi garganta invadiendo todo alrededor.

Había muerto. . 


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