Relato XXIII: Déspota

    De la inocencia a la ternura, por Oswaldo Guayasamin.


El dueño y señor de la casa siempre usaba el mismo lugar para sentarse en la mesa: su sola presencia era suficiente para que el resto guardara silencio durante la comida; de su intimidante y basta fisonomía emergia una sombra que contrastaba con la iluminación dada por las velas en la habitación.

El ambiente ya era frío debido a la actual ola invernal que arrasaba con cultivos, vegetación, fauna y pueblerinos de esta región.

Ahora sentada toda la família alrededor de una tosca y maltratada mesa de madera: la madre y sus tres hijos, esperaban con la cabeza abajo, que aquél hombre de abundante y desliñada barba no terminara con los últimos restos de conservas en lata y puré con carnero. Para así ellos poder alimentarse con las sobras restantes en los platos.
Desafortunadamente esa noche el dueño de casa arrasó con todo cuanto se le había servido: las latas de conservas habían sido vaciadas, del puré de papas no quedaba nada y el carnero había desaparecido.

Una vez saciada su gula, el dueño de casa exhaló un largo bostezo que pareció mas el aullido de algún animal; Se puso de pie frente a todos los presentes que mantenían la cabeza gacha, como evitando el espectáculo que se produciría a continuación: el hombre procedió a desabrocharse el cinturón que apretaba su prominente barriga, se bajó los pantalones hasta que estos tocasen el suelo de barro, se agarró fuerte su miembro con la mano derecha mientras emanaba de él una hilarante carcajada. Finalmente, orinó en todo cuanto había en la mesa.

El resto de integrantes de la família mantenian  la mirada hacía el suelo, evitando hacer cualquier tipo de contacto con aquél troll de pesadilla; la madre angustiada por ya no lactar una sola gota de leche que sirviera como alimento para su retoño, lloraba ahogando cualquier sonido, mordiendose la lengua; hijo e hija trataban de no mostrar flaqueza al tomarse ambos de las manos; la pequeña criatura acostada en varios  pedazos de cartones improvisando una cuna, se mantenía indiferente de todo.

Esa madrugada mientras los ensordecedores y guturales ronquidos del dueño de casa opacaban los sonidos de la noche. La madre y sus tres hijos se preparaban para huir en busca de mejores oportunidades, alejados de aquél demonio, que aunque fuese el progenitor, difícilmente podría dársele el título de padre.

Las escasas maletas que contenían miseros enseres, como una cobija tan rasgada que no protegeria a nadie de un resfriado. La misma muda de ropa tan desgastada que servía para vestir a los tres pequeños y un garrafón de plástico llenado con agua de lluvia hace dos noches.

No teniendo mas que empacar, tanto la madre como sus hijos emprendieron un largo camino que probablemente traería consigo muchas abversidades; no obstante, como muchas veces la madre se había referido: preferible la mordedura de una culebra rastrera que mantenerse al lado de un miserable; al menos el veneno de la víbora terminaría pronto el sufrimiento.

Al salir a la noche tenebrosa ninguno sintió temor en absoluto. Porqué dejaban atrás el infierno mismo.


                     ****

El dueño de la casa al despertar la mañana siguiente, al inicio no prestó ninguna atención a su alrededor. Pero una vez se percató de la huida, simplemente hizo una mueca, seguida de un enorme suspiro como de alivio; seguidamente se sentó en un pequeño banco, con los brazos cruzados y absorto en sus cavilaciones. Se mantuvo así por horas.

¿Por qué no emprendió la búsqueda de aquéllos que osaron abandonarle?

¿Probable indiferencia?
No. Era mas que obvio que se sentía ofendido.

¿tal vez por culpa?
De ninguna manera. Este hombre no sentía algo como arrepentimiento o pesar; con excepción del hambre que le anunciaban sus tripas a las acostumbradas horas del día, la cagada con la que evacuaba su estómago cada mañana, el libido que lo embarcaba en búsqueda de una puta o el sueño que lo envolvía durante las noches.

Culminadas sus horas de ensimismamiento, se levantó de su asiento, tomó su escopeta recortada y salió hacía el exterior sin importarle la tormenta prominente que caía.


Avanzó atravesando la tempestad cubriendo su rostro con un brazo mientras el otro cargaba el arma de fuego.
Sin embargo mantener el ritmo era imposible. Al peso de la ropa empapada por la lluvia, se sumaba los perdigones que cubrían todo su pecho.
Pero a pesar de todo ello, el dueño de la casa se mantuvo férreo y necio para así llevar a cabo su empresa.

Transcurridas unas horas de trayecto por un terreno tan lodoso que hundía las botas a cada paso. El hombre no mostraba señal de abandono o derrota en su semblante.
Al llegar a un terreno alto donde la aridez de la tierra daba paso a un monte de abundante vegetación. El dueño de la casa dudaba hacía que lugar seguir su búsqueda.
La lluvia que persistía y la oscuridad de la noche pronto tiñieron todo el cielo de un negro parecido al interior de un sarcófago enterrado.

Finalmente decidió bajar la loma en donde se encontraba para seguir. A pesar que su desgastada vista que apenas le permitía diferenciar las pocas estrellas en el firmamento.
Comenzó a descender paso a paso cuidando no perder el equilibrio. Ahora si era notable el cansancio del hombre que hasta hace poco mostraba una estoica resolución: sus ojos estaban inyectados en sangre y la respiración era cada vez mas agitada.

Tras una laboriosa actividad física que lo llevó a desgastar las pocas energías que aún mantenía. El dueño de la casa, totalmente exhausto, consiguió bajar la enorme loma.
Otro en su lugar hubiese hecho lo que en tales circunstancias era lo mas lógico: buscar refugio para resguardarse de la tormenta, recuperar fuerzas y continuar su travesía por la mañana.
Pero este hombre siguió sin importarle su precario estado. Caminando paso a paso con las ropas totalmente humedas y las botas del pantalón embadurnadas de lodo.


                 * * * *

Días mas tarde después de la noche de tormenta, unos pescadores que se dirigían hacía el Magdalena en busca del sustento diario. Al adentrarse en un monte subsiguiente a una alta loma de terreno, hallaron el cadáver de un hombre -la descripción dada en el transcurso del día por los lugareños era que al cuerpo lo habían desgarrado las aves de rapiña- de unos cincuenta y siete años, abundante barba y prominente barriga: le hacían falta los ojos, una oreja y gran parte de una carcomida nariz.

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